Situémonos en ese momento, pasadas las once de la mañana del viernes
28 de septiembre. Unos minutos antes, la policía local ha pasado por
la calle Juan Sebastián Elcano, en el municipio de Vera,
pidiendo por megáfono a los vecinos que quiten sus coches de la vía y
los aparquen lejos de allí. Los avisos no sirven de mucho. Numerosos
habitantes de la calle son extranjeros que no entienden bien el español;
otros confunden los mensajes con la habitual letanía de los vendedores
ambulantes y otros ni siquiera los oyen. Casi nadie capta la
advertencia.
A esa hora, pasadas las once, y cuando la intensidad de la lluvia en
la calle no puede asustar a nadie, el jubilado Alfonso Hidalgo Moreno,
que acaba de sacar a sus perros,
Bobo y
Betis, prepara
café en la cocina de su casa; el socorrista Antonio González, de 33
años, envía un mensaje por móvil a una amiga mientras ve la tele; la
alemana Karim Radomsky, de 58, deja de organizar la compra del mercado y
empieza a subir muebles y ropa a la planta de arriba, porque ella y su
familia se huelen algo terrible, y Raquel, una señora de 65 años que
está haciendo unas lentejas, oye los pitidos de un coche en la calle y a
un conductor que grita desesperadamente: “¡Qué viene agua!, ¡qué viene
agua!”.
Eso es lo que hacían estas personas, según su relato, antes de que el
agua les llegara al cuello. Cayeron más de doscientos litros por metro
cuadrado en los montes. El agua del río Antas, seco durante todo el año,
buscó las ramblas en su camino hacia al mar y arrasó con todo lo que se
encontró a su paso. En poco más de diez minutos,
la calle de Juan Sebastián Elcano,
junto a la desembocadura del río, donde confluyen varias urbanizaciones
pensadas para las vacaciones y el retiro, se convirtió en un lodazal.
El torrente rompió cristales, arrancó paredes, volcó coches, destruyó la
inversión, los ahorros y los proyectos de vida de muchos habitantes y
se llevó por delante en esa misma calle a una mujer de 52 años. Según el
informe preliminar de daños facilitado por el Ayuntamiento de Vera, el
desastre afectó a unas 85 hectáreas de terreno a ambos lados de la
desembocadura del río. En total, daños en 4.300 viviendas, 130 locales,
1.950 aparcamientos y unos mil vehículos arrastrados por la corriente.
“Me he quedado sin nada”, dice Alfonso Hidalgo mientras muestra un
álbum de fotos lleno de barro a las puertas de su casa. La riada
destrozó la puerta y una pared de la casa. Con las piernas cubiertas,
Alfonso trató de ponerse a resguardo en la planta de arriba. No le
rescataron hasta por la tarde. Lo llevaron a un pabellón en Vera con
otros cientos de personas. Volvió al día siguiente y consiguió recuperar
alguna cosa: una prótesis dental que había perdido en el fango. “Yo
vivo con muy poco dinero. Estoy jubilado y me vine aquí con mis ahorros.
Si hubiera perdido la prótesis no me habría podido comprar una nueva.
Me he quedado con lo que llevo puesto, el día y la noche”, cuenta con la
voz distorsionada por las ganas de llorar.
Junto a él, Momo, un vecino checo que trabaja de gogó en la noche
almeriense, mira el suelo sentado en una silla, rodeado de enseres
inservibles llenos de fango que se amontonan en la calle. Alfonso sí
pudo rescatar a sus perros; él, no. A su perra, una rottweiler llamada
Daisy,
se la llevó la riada. Antes de perderla pudo rescatar a una mujer mayor
de su casa forzando la puerta. A pocos metros de allí, Antonio
González, el socorrista, se lamenta de que tendrá que regresar a Madrid:
“Me gustaba la vida aquí, pero ya no hay nada. Se acabó. Tendré que
volver y buscar trabajo en otro sitio. Aunque ya no hay nada en ningún
lado”. Y Raquel, la mujer que estaba preparando las lentejas, cuenta
cómo se sorprendió a sí misma colocando en la encimera la olla exprés,
que estaba flotando en el agua. “Cómo si sirviera de algo”, dice la
señora.
Juan Sebastián Elcano es una extensa avenida de dos carriles que da
acceso a la playa y que marcha paralela a la desembocadura del río
Antas. Es de las pocas calles de la zona en la que hay comercios. Además
de urbanizaciones con cientos de apartamentos, hay cuatro bares, un
supermercado, dos restaurantes, un despacho de abogados, dos centros de
estética, una piscina, pistas de tenis, un asador de pollos, una tienda
erótica, un cajero, un estudio de arquitectura y siete inmobiliarias, la
mayoría de ellas cerradas por la crisis del ladrillo.
Las primeras urbanizaciones en la zona no se planearon hasta finales
de los setenta. En 1982, los terrenos por donde pasa hoy la calle de
Juan Sebastián Elcano fueron calificados por el
Ayuntamiento
como urbanizables. Por esas fechas llegaron los primeros pobladores, la
mayoría ingleses, italianos, noruegos, alemanes y austriacos que se
hicieron con algunas casas de multipropiedad. “Pero el mayor desarrollo
empezó en 1995”, dice la alemana Karin Radomsky, residente en una zona
que conoce desde 1989.
La magnitud del desastre es visible estos días y resulta complicado
hacerse una idea de cómo era la calle antes de la riada. Los
propietarios se esfuerzan en sacar de sus casas el barro, una pasta
espesa y oscura llena de cañas que se ha incrustado en todos los ángulos
de las viviendas. En muchas de ellas, una señal negra marca el nivel
que alcanzó el agua, los 2,80 metros. Fuera, la calzada es un basurero
en el que se acumulan los muebles y electrodomésticos. Las neveras viven
en las copas de los árboles y hay todavía coches encajados en lugares
inverosímiles. Hay cuadrillas formadas por extranjeros que ayudan a
limpiar por unos euros. Las botas de agua se han agotado en los pueblos
de alrededor.
En ese ambiente surgen las preguntas de los residentes. Con más o
menos virulencia, quienes han perdido sus bienes arremeten contra las
Administraciones y buscan a los responsables. Por ahora no aparecen. “Le
he preguntado al alcalde que cómo se ha podido construir aquí. No se le
deja salida a la naturaleza”, dice Luis Antonio Petit, un profesional
del mundo de la publicidad que vive en Madrid y posee una segunda
residencia en
la urbanización Playas del Sur,
donde 170 viviendas han quedado destrozadas. El propietario también
señala la falta de limpieza en el cauce del río, algo que había sido
demandado por los vecinos, muchos de los cuales veían el peligro de
anteponer el interés paisajístico y ecológico de la Laguna a la
seguridad de los vecinos.
En cualquier caso, lo cierto es que todo el mundo sabía que Pueblo
Laguna, la zona en donde se levanta la calle de Juan Sebastián Elcano, y
Puerto Rey, ambas en la desembocadura del río, ya han sufrido
inundaciones en el pasado. Una en el año 1973, que también arrasó otros
pueblos y que causó cientos de víctimas por todo el litoral. A partir de
ahí ha habido varias riadas. Quizá la de 1989 sea la que más recuerdan
algunos vecinos. “Ya estuve así una vez. Esto que me ves haciendo ya lo
hice entonces”, dice un inglés que trata de sacar el barro fuera de su
restaurante.
Si se pregunta a las distintas Administraciones por la causa de las
inundaciones, la respuesta es diferente. Para el Ayuntamiento, lo que ha
ocurrido está ligado a la falta de adecuación del río. “Le hemos rogado
a la
Junta de Andalucía
que limpiara y encauzara el río Antas de matorrales y cañas”, dice el
alcalde de Vera, José Carmelo Jorge Blanco, del PP, que lleva un año y
medio en el cargo (antes la alcaldía estaba en poder del Partido
Andalucista) y señala que no es momento de buscar culpables. “Estamos
desbordados. Necesitamos ayuda para hacer que la gente que vive aquí no
sufra más las inundaciones”.
La Junta de Andalucía asegura que en agosto de 2008 se autorizó al
Ayuntamiento a encauzar el río, pero que este no lo acabó haciendo por
razones presupuestarias. Sí, ha tumbado otros proyectos. Uno de ellos no
obtuvo el visto bueno porque estaba ligado a una operación urbanística
que consistía en desviar el cauce de una rambla “con el único propósito
de liberar terrenos inundables para nuevas promociones inmobiliarias”,
según un informe de l
a Consejería de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente
del pasado 3 de octubre. La Junta asegura que, si bien la
Administración autonómica es la encargada de desautorizar un plan
urbanístico, esto solo es así desde 1994, cuando se aprobó la Ley de
Protección Ambiental de Andalucía. “Puerto Laguna y Puerto Rey fueron
construidas a mediados de los setenta. Los promotores han podido
levantar las viviendas —en aquellos años o posteriormente— solo con la
licencia municipal”, se defiende un portavoz de la Junta.
“Todas las administraciones tienen su parte de responsabilidad, y
también algunos propietarios que se opusieron ferozmente a la propuesta
de deslinde de Playa Vera, que declaraba la zona como inundable”, afirma
el catedrático de
Ingeniería Hidráulica de la Universidad de Granada, Miguel Ángel Losada. El experto es autor de un
informe muy crítico con la nueva Ley de Costas del Gobierno.
En él se recoge precisamente el ejemplo de Playa Vera, que ahora suena
como una advertencia de lo que más tarde o más temprano iba a ocurrir.
“Proteger Playa Vera puede costar cinco millones de euros. La nueva
reforma grava sobre los presupuestos del Estado el gasto de las
inundaciones. Pero quién debe pagarlo. Deberían ser los que han
construido en esas zonas. Si ponemos urbanizaciones y carreteras junto a
los ramblas y las riberas del mar tendremos más desastres como el de
Playa Vera. Es una locura”, dice Losada.
Suena la voz de un contestador al otro lado del teléfono: “Está usted
en contacto con el Consorcio de Compensación de Seguros”, dice. Esa es
la respuesta que ahora mismo reciben quienes han sufrido la riada.
Tienen que esperar 72 horas a que alguien de la empresa estatal vaya a
supervisar los daños y se haga cargo de la situación. “Te dicen que no
toques nada”, señala una afectada en el bar La Cala, donde un grupo come
unos bocatas mientras tratan de asimilar lo que les ha ocurrido. Están
cansados y en sus caras se puede ver la indignación que surge después de
pasar horas enfangados. “Creo que no hemos recibido el apoyo moral que
debiéramos. Nos han dejado solos”, dice la mujer. “Ni siquiera unos
bocadillos o agua gratis para los que estamos aquí limpiando. No he
visto imágenes como las del chapapote en Galicia y, en general, los
medios de comunicación no han hecho mucho caso a lo que ha pasado aquí”,
se queja la mujer.
En los aledaños de Juan Sebastián Elcano, las cuadrillas prosiguen
con el trabajo. El barro se acumula en las aceras. Algunas casas no se
tocan. Pertenecen a extranjeros que aún no han podido llegar o bien son
de los bancos, casas de hipotecas impagadas que siguen vacías.
El olor empieza a hacerse más espeso en esas viviendas. Cristóbal, un
hombre que prefiere no dar su apellido, busca una tele de plasma en el
lugar donde ha ido colocando todas las cosas que estaban en su casa. Ya
no está. En los últimos días se ha hablado de pillaje, de algunos grupos
que van buscando algo que llevarse aprovechando el desorden tras la
riada.
“No sé quién puede querer eso, si ya no sirve para nada”, dice
Cristóbal. Y pide que todo sea expropiado, que les den un dinero y que
nunca se vuelva a construir en la desembocadura del río.